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Discurso del Dr. Daniel Reséndiz Núñez al recibir El Premio Nacional de Ingeniería de la Asociación de Ingenieros y Arquitectos de México.


Palacio de Minería, mayo 25 del 2011

Saludo a la Asociación de Ingenieros y Arquitectos de México, cuyo origen evoca los tiempos y el legado de nuestro héroe más trascendente, Benito Juárez, restaurador de la República y sabio artífice de nuestro Estado laico.

El Premio Nacional de Ingeniería que esta institución me concede es un gran honor. Lo acepto sabiendo que lo hecho por mí no es obra sólo mía, sino también de mis circunstancias, es decir: maestros ejemplares, colaboradores brillantes, equipos de trabajo imbuidos de su misión, una familia solidaria, y las oportunidades que me brindó el país cuando viví mis años decisivos. Además, me complace recibir este premio a la vez que el homólogo de arquitectura se entrega al gran arquitecto Ricardo Legorreta, creador de espacios que admiro y gozo.

Se comprenderá que hoy me refiera a mi profesión, la ingeniería, responsable de satisfacer infinidad de necesidades de los seres humanos. Ella provee lo que la sociedad requiere y la naturaleza no da espontáneamente, como los incontables artefactos, estructuras y productos sin los cuales el mundo sería inhóspito y la vida más ardua y riesgosa. Toca también a la ingeniería concebir y desplegar la infraestructura de nuestra civilización, esa trama visible u oculta pero omnipresente que nos entrelaza con vías de comunicación, ductos, telecomunicaciones, y que lleva o trae todo lo que requerimos, sea electricidad, agua, otros bienes tangibles, o flujos invaluables de información y conocimiento. La ingeniería está en todas partes en cada instante, y ahora tiene una nueva y difícil misión: lograr que cuanto hagamos los seres humanos resulte sostenible, so pena de romper equilibrios vitales del planeta.

Casi todo lo que hace la ingeniería se puede comprar o vender en el mercado global; pero, ningún país puede considerarse medianamente desarrollado, menos aún seguro e independiente, si no tiene cierto grado de autosuficiencia para producir los bienes y servicios que más requiere. Hoy México tiene una capacidad de hacer inferior a ese nivel crítico, no sólo porque nuestra planta productiva es insuficiente, sino también por su alta y onerosa dependencia tecnológica. No abogo por la autosuficiencia absoluta, sino por la necesaria para mantener la independencia política, cuyo bicentenario hemos celebrado sin pensar en el riesgo que implica la limitada dotación científico-técnica del país. Alguna vez tuvimos capacidades mayores, por ejemplo en las ingenierías civil y petrolera, pero las fuimos perdiendo desde que el Estado extravió el rumbo hace treinta años. La falta de un plan estratégico, esto es, una visión integral de nuestro futuro de largo plazo, nos lleva a sacrificar asuntos tan críticos como éste en aras de conveniencias menores. Por eso retrocedemos en la escena internacional.

También atañen a la ingeniería las mal llamadas catástrofes naturales, que en México causan cada año dolorosas pérdidas de vidas y bienes. Sus causas no son naturales, sino más bien: 1) una vieja incuria ante la erosión de los suelos; 2) la falta de mantenimiento de la infraestructura existente o el retraso de la nueva necesaria conforme crecen los asentamientos humanos; y 3) la ausencia o inobservancia de normas de urbanización y construcción, sobre todo en zonas de riesgo hidrológico, geotécnico o sísmico. A la vez, los cuerpos técnicos de la administración pública especializados en esos y otros temas se han reducido o degradado; algunos han desaparecido del todo. Esto es lo que causa catástrofes. Los fenómenos naturales son aleatorios, pero con pocas excepciones el conocimiento científico y técnico acumulado por la humanidad permite protegerse de ellos razonablemente. Las catástrofes suceden por no usar ese conocimiento, que es patrimonio universal. Queda así desprotegida la sociedad y desempleados los expertos, cuyas capacidades se desperdician y anquilosan.

Por tanto, urge corregir la degradación de las instituciones del Estado, no sólo las de seguridad pública y justicia, sino también las que debieran cuidar y fomentar nuestra capacidad de hacer, es decir, nuestra ingeniería. Es verdad que se trata de una responsabilidad del gobierno, pero ingenieros y no ingenieros tenemos obligación de discernir lo deseable y lo indeseable de las políticas públicas, y expresarnos al respecto. Al hacerlo debemos ser respetuosos, pero no omisos, pues tanto el silencio como la complacencia de los ciudadanos tienen alto costo social. No es buen ejemplo de civismo encerrarse en una profesión y eximirse  de entender los problemas nacionales más complejos.

Es obvio que la política debiera ser la clave para resolver los problemas que nos aquejan, pues a ella toca en una democracia consensuar el futuro nacional deseable y la estrategia para alcanzarlo; pero para eso los políticos deben tener lo que hoy pocos exhiben: patriotismo y sabiduría.

También urge revisar políticas públicas que se volvieron dañinas al aplicarlas simplistamente. Creer que optimizar un sistema económico consiste en reducir el Estado a su mínima expresión es un dogma irracional; el óptimo no puede estar en ese extremo ni en el opuesto, sino en un punto intermedio que varía de un país a otro y con el tiempo: el Estado debe dejar amplios espacios de libertad para que se dé la competencia económica, y a la vez, evitar que el mercado se rija por la ley de la selva o por la arbitrariedad de los funcionarios públicos. Otra regla que ha sido convertida en dogma es que el déficit público sea pequeño; esta es una norma sana si se aplica según las circunstancias, pero se vuelve irracional cuando, por evitar un déficit transitorio, se cae en el desempleo masivo de larga duración, el temible escenario que hoy vive México. Incluso Estados Unidos, cuyo déficit es gigantesco, está inyectando a su economía grandes flujos de dinero público para defender el empleo. Nosotros, nada.

Esas dos reglas simplistas nos tienen en el estancamiento actual. Mientras tanto, China, Corea del Sur, la India, Brasil y demás países que manejan su economía de manera soberana, con la prudencia y flexibilidad que aquellos dogmas no permiten, han crecido a tasas moderadas, altas o muy altas. México se estancó por no asumir sus propias decisiones. En momentos cruciales del siglo XX se actuó de modo muy distinto: se ejerció la soberanía y crecimos al seis por ciento anual durante casi cincuenta años. Aunque también entonces faltó voluntad política para corregir nuestras graves desigualdades sociales, fue entonces cuando México se urbanizó, construyó casi toda la infraestructura que hoy tiene, se industrializó y se civilizó, es decir, se educaron todos los estratos sociales y mejoró la calidad de vida de gran parte de la población.

Nuestros problemas, pues, van mucho más allá de la ingeniería. Veo tres condiciones necesarias para resolverlos: 1) crecimiento económico e innovación tecnológica inducidos por inversión tanto del Estado como de las empresas; 2) educación integral para todos y 3) una clase trabajadora que viva dignamente y sea sostén del mercado interno. Ninguna de ellas se cumple hoy: la educación y el apoyo a la ciencia siguen siendo pobres; la inversión en innovación tecnológica es paupérrima; el presupuesto público favorece el gasto corriente dispendioso; el financiamiento bancario es hoy la tercera parte de lo que fue hace quince años y apoya más el consumo que la inversión; a la vez, empleo y salarios se han desplomado salvo para ciertas elites. No es un simple ciclo recesivo, sino una suerte de parálisis voluntaria de muy larga duración: treinta años en los que el PIB ha crecido apenas poco más que la población y su mala distribución ha vuelto insoportable la vida para millones de familias. Esto produce angustia incluso en los menos afectados, y frustración, desánimo o violencia en otros segmentos sociales.

La violencia y el crimen nos horrorizan, pero mientras haya en México diferencias tan abismales en las condiciones de vida, no podremos esperar normas morales elevadas y ampliamente compartidas. Salir de este horror exige mejorar la educación y la distribución del ingreso, propósitos fallidos de la Independencia que luego reivindicó la Revolución y también incumplió. ¡Dos siglos de retraso!

El empleo productivo de los desempleados mejoraría la distribución del ingreso y acrecentaría la producción para atender nuestras múltiples necesidades, mientras la educación impulsaría la productividad y la calidad de lo que hacemos. Esto no es una utopía, sino economía política comprobada a gran escala, primero durante la Gran Depresión y luego en la posguerra, en ambos casos con un programa de empleo pleno y otro para diversificar la educación y ampliar el acceso a ella. Veinte años en total, y hacerlo no implicó una carga para nadie: cada empleo impulsa la economía y la educación refuerza el impulso. No fue aquí. Tal círculo virtuoso es el que hizo de Estados Unidos una potencia mundial.

Señoras y señores, colegas, amigos:

Nuestras tareas pendientes son numerosas y sólo pueden realizarse colectivamente. Mi optimismo, como el de muchos compatriotas, está maltrecho; pero sobrevive. Dado que no soy hombre de partido, seguiré sintiéndome bien al lado de toda persona de buena fe. Confío en que, juntos, los mexicanos volveremos a imaginar un futuro colectivo que nos satisfaga, que idearemos estrategias para alcanzarlo, que elegiremos legisladores y gobiernos que las cumplan, ¡que les exigiremos hacerlo!, y que sabremos regenerar nuestras instituciones y normas de convivencia. Son tareas enormes y difíciles; pero en la base de esta república de vocación democrática hay signos alentadores: el principal es un despertar del civismo ciudadano. La ciudadanía, responsable última del destino nacional, es la única que puede realizar esas tareas, y todos los presentes somos parte de ella. Confío en que haremos lo necesario para que el potencial de México se materialice.

Muchas gracias por escuchar mis inquietudes y motivos.