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Sonia Rosa Briceño Viloria 
 
Sonia Rosa Briceño Viloria 

Nací en Maracaibo, Estado Zulia, Venezuela; estaba cerca de cumplir seis años cuando nos mudamos a Barquisimeto, Estado Lara por el trabajo de mi padre. Allí estudié la primaria, el ciclo básico y el ciclo diversificado. Soñaba con ser independiente, así que busqué estudiar la carrera universitaria en otra ciudad. Estudié economía en la Universidad de Carabobo, en Valencia. Sabía que mi independencia no llegaría solo con un cambio de ciudad, pero salir del seno familiar era un buen inicio.

 A fines del séptimo semestre de la carrera, tres compañeros y yo, atendiendo a la soberbia de trascender y dejarle algo a nuestra Escuela, formamos una revista de discusión y análisis, en la que logramos participaran importantes actores de la academia y del quehacer económico del país, un patrocinador y un aviso comercial. Estábamos a mediados de los años 80 y Venezuela sufría los avatares de una devaluación importante ocurrida por la implantación del primer sistema de cambios diferenciales de su historia ¡estudiamos economía! ¡había mucho que decir! De la revista sólo se publicaron tres números, pero gracias a ella conocimos al profesor Undurraga, un ingeniero chileno con una trayectoria importante en diferentes organizaciones de Latinoamérica y con un espíritu impulsor nato.

Entre otras actividades, el profesor Undurraga era asesor y catedrático de la Universidad Central de Venezuela (UCV) y de la Universidad Simón Bolívar (USB). A mediados de 1985, fue invitado por el Banco Mundial a elaborar un estudio que emitiera recomendaciones respecto al destino de los terrenos aledaños al Canal de Panamá, que revertirían a Panamá gracias al Tratado Torrijos-Carter. Dada la interdisciplina requerida por dicho estudio, el profesor Undurraga invitó al Instituto de Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela formado por urbanistas, arquitectos, geógrafos, sociólogos, economistas e ingenieros dedicados a la docencia y la investigación en diseño urbano, planificación urbana y regional y planificación del transporte. En la primera reunión de trabajo cuando elaboraban la lista de los participantes, les dio mi nombre y explicó que formaría parte del equipo. Yo me enteré una semana después. El reto fue mayúsculo: no sólo era mi primer trabajo como economista: quería corresponder a la confianza del profesor Undurraga con responsabilidad y con conocimientos, además de que ingresaría como personal externo a la universidad más importante del país y viviría en la capital. Este giro de vida se decidió en un pizarrón. Así era el profesor Undurraga, te aventaba. Al día siguiente de mi llegada a Caracas en septiembre de 1985, me invitó a conocer la Universidad Simón Bolívar. A mitad de una clase informó que debía asistir a una reunión departamental y que yo me quedaría a terminarla. Obviamente no iba preparada, mi rostro cambió de colores cual semáforo, me veía como una estudiante más entre aquel grupo de cuasi ingenieros, pero di esa clase y muchas más.

Mi primer contacto con el Instituto de Ingeniería de la UNAM fue a través del doctor Juan Pablo Antún, quien impartía cursos y seminarios para la Maestría en Planificación del Transporte del Instituto de Urbanismo de la UCV.

A México había venido de vacaciones y al menos en el primer viaje, no pensé en vivir aquí. En marzo de 1994, el padre de mi hijo se trasladó a México, donde viajaba con bastante frecuencia por períodos de hasta un mes, por su trabajo. Era inminente la mudanza, pero no fue una decisión fácil: en febrero de ese año concursé y gané la plaza de Investigadora Asociada en la UCV y el ingreso a México sin una actividad económica propia, me convertiría en dependiente económico de mi marido. Mi tan preciada independencia se ensombrecía.

Acudí a Juan Pablo para saber qué posibilidad había de trabajar en la UNAM. Su respuesta fue categórica y clara, más no desalentadora: “es difícil ser parte del cuerpo académico de la UNAM, pero envíame tu currículum y veremos qué podemos armar”. Finalmente, acordamos que solicitara un permiso sin goce de sueldo por un año, dado que nadie podía asegurar nuestra permanencia en México, y después veríamos. Me extendió una invitación para participar en un proyecto para el Instituto Mexicano de Transporte en curso y en cuya segunda etapa, trataría de incorporarme formalmente. Esa oportunidad no llegó, pues a raíz de la crisis económica de 1994, la cancelaron.

Fui dependiente económica por más de un año, pero aproveché al máximo el capital que me concedió Juan Pablo: un lugar en el otrora Laboratorio de Transporte y Sistemas Territoriales, una computadora y mi nombre en la puerta. Rápidamente me integré al equipo del laboratorio apoyando en cuanta tarea requirieran Clemencia Santos y Juan Pablo. El resto del tiempo hacíamos propuestas para diferentes estudios, así a fines de 1995 obtuvimos recursos de un proyecto PAPIIT-DGAPA que me permitió adquirir el status de becaria y aprender sobre operadores y plataformas logísticas. A la par ingresé a dos diplomados y no sólo aprendí nuevas herramientas de trabajo, conocí un poco más de la UNAM y del país. Entre diciembre de 1995 y marzo de 1999 impartí la materia Evaluación social de proyectos en la Facultad de Economía de la UNAM.

En 1999 me incorporé a otro grupo de trabajo y aunque inicié con un tema de transporte, también abordamos otros temas: análisis de sistemas industriales y tecnológicos y gestión de la tecnología.

Mi formación en Economía y la experiencia adquirida me dieron elementos fundamentales de planificación, que quise formalizar y consolidar cursando la Maestría en Ingeniería de Sistemas – Planeación, de esta universidad.

En 2011 colaboré con el grupo de Energía y Cambio Climático, que me permitió realizar mi trabajo de titulación de maestría.

 A mediados de 2014 Angélica Lozano me ofreció reincorporarme al Grupo de Investigación en Transporte y Logística. Por tanto, regresé a mis orígenes.

Actualmente colaboro en la organización del XIX Congreso Panamericano de Tránsito, Transporte y Logística que se llevará a cabo en septiembre de 2016 y cuyo Comité local está formado por los doctores Angélica Lozano, Alejandro Guzmán y el Maestro Francisco Granados.

Estoy contenta con mi trabajo y con mi vida. No me arrepiento de las decisiones tomadas, aunque la nostalgia me llevó en los primeros años, a imaginar imposibles, como traerme a familia y amigos. Tengo un hermano, José Gregorio, ocho años menor y dos sobrinos. Fuera del núcleo, una familia muy extensa, toda en Venezuela. Procuro ir a Venezuela cada diciembre y así la nostalgia se convierte en alegría y luego en promesa de volver al año siguiente.

En México sólo estamos Diego, mi hijo y yo, pero hemos formado familia con amigos venezolanos, colombianos y mexicanos.

Mi niñez fue feliz, con una mamá muy apapachadora y un papá con vocación docente. Con él aprendí a leer y las operaciones matemáticas básicas. Cuando me aplicaron el examen de colocación para la primaria, la maestra le propuso a mi mamá que me inscribiera a segundo grado, pero mi mamá no aceptó, para evitar nutrir mi ego. Tenía convicciones firmes y prescindía de vicios.

Obviamente, ambos incidieron en mi formación, pero la influencia de mi padre en lo académico fue fundamental. Por su parte mi mamá siempre me apoyó en mis decisiones. A pesar del sufrimiento que le ocasionó nuestra partida, nunca se quejó.

Mi padre a lo largo de su vida se ha dedicado a muy variadas tareas. Fue maestro de Historia y Geografía en escuelas rurales del Estado Trujillo, en los Andes venezolanos. Estudió Contaduría por correspondencia, y también para locutor. Ambos oficios los ejerció. Ha tenido la misma afiliación política desde la lucha contra la dictadura perejimenista a la fecha, y aunque ocupó cargos públicos no se aferró a ellos, su sustento ha sido el comercio.

Mi mamá no vino a México, enfermó de Alzheimer poco después de mi venida y murió en 2013. Mi papá sí vino a la graduación de Diego de preparatoria. Al día siguiente de su arribo se instaló un día completo en la Biblioteca central de la UNAM para consultar mapas y cartas de la conquista. A mediodía, haciendo caso omiso de mis recomendaciones, salió a buscar donde almorzar, le preguntó a unos estudiantes y estos se lo llevaron a algún lugar cerca de la Facultad de Psicología. Lo llevamos a conocer algunas localidades de Veracruz y Chiapas, se quedó prendado de San Cristóbal de las Casas. En diciembre regresa con motivo de la fiesta de graduación de Diego, como Ingeniero Aeronáutico.

México nos ha brindado grandes y maravillosas oportunidades. Yo me he desarrollado profesionalmente y tenemos una hermosa familia por elección. Diego ha alcanzado la mayor parte de las metas que se ha propuesto, en gran medida por su tenacidad, pero en buena medida porque hay la oferta. Por ejemplo, estudia en el Instituto Politécnico Nacional (IPN). Gracias a su promedio y a los programas de estadías académicas vivió un año en Rusia y cursó materias en el Instituto de Aviación de Moscú, que le revalidaron en el IPN.

Diego ha sido un lector insaciable desde siempre. De chico escribía cuentos y contaba chistes, también es cinéfilo. Quiso ser director de cine hasta la preparatoria, momento en el que se decidió por el área de las Físico-Matemáticas. Además del examen del IPN, aprobó también el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias de la UNAM.

Lo del cine es una afición que compartimos. Disfruto mucho su compañía siempre, pero si es una salida a la Cineteca más, porque Diego ha estudiado cine formal e informalmente, y su mirada me da siempre otra perspectiva.

Como buena venezolana me encanta el pabellón criollo, es un guisado de mi tierra que lleva caraotas (frijol) negro, carne mechada (deshebrada) parecida a la tinga pero sazonada diferente, con acompañamiento de arroz blanco y plátano macho maduro cortado en tajadas y frito; otro es el asado negro, las hallacas y el sancocho criollo. De México los chiles en nogada, los tacos, la sopa de lima, principalmente.

Aprovecho esta oportunidad para expresar el enorme agradecimiento a México, a la UNAM y a buena parte del personal del Instituto de Ingeniería con el que me ha tocado trabajar o compartir. A Juan Pablo Antún que no sólo me abrió las puertas, sino que me instruyó sobre el “deshacer las maletas” y no mirar atrás, algo así como quemar las naves. A Angélica Mendoza que me mostró las bondades y desventajas del pasillo de la salmonela. A Luis Rodríguez Viqueira, quien en su cargo de Coordinador de Sistemas en 1999, gestionó la apertura de un concurso que me permitió ingresar como Técnica Académica por obra determinada. A Luis Álvarez Icaza por su solidaridad de siempre, y muy especialmente en los momentos cruciales de la enfermedad de mi madre. A Cristina Verde por la confianza y la enorme solidaridad de la que sigo siendo beneficiaria. A Angélica Lozano por brindarme su amistad primero y la oportunidad del retorno, después.

 No colecciono cosas, pero si colecciono amigos.