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Florencia Serranía Soto 
 
Florencia Serranía 
 

Cursaba el 6º año de primaria cuando me enteré de que había profesiones solo para mujeres y otras solo para hombres. Un día a la maestra se le ocurrió preguntar qué queríamos ser de grandes; cuando le dije que me gustaría ser piloto aviador ella se burló tanto de mí que me hizo sentir muy mal. Sin embargo, lo único que logró fue que yo reforzara la idea de estudiar algo distinto de lo que hacían las mujeres en general.

La idea de ser piloto desapareció. Llegué a la UNAM directamente hacia la ingeniería. Nunca me cuestioné estudiar otra carrera, tal vez porque mi padre, que es ingeniero mecánico, acostumbraba llevarme a su trabajo. Trabajaba para la industria de la transformación y muchos de sus clientes eran las cementeras; él tenía que arreglar colectores, calderas, etc., para mejorar la producción, y debo reconocer que me aburría muchísimo, pero me gustaba la pasión con la que hablaba de su trabajo. Tal vez por eso me fue guiando hacia esta profesión.

Debo confesar que no me gustó mi carrera. Disfrute los primeros años, pero los últimos fueron una pesadilla porque las materias me parecían aburridas y tediosas; no me imaginaba trabajando dentro de una fábrica.

El último año conocí a Baltasar Mena, quien fue mi profesor de mecánica y dinámica de fluidos, entonces me di cuenta de que había aspectos de la ingeniería que no eran aburridos. Me gustaban las matemáticas; no es que haya sido muy buena, pero era interesante enfrentar el reto de pensar y analizar un problema sin tener que usar los dichosos formularios y tablas.

Inicios de la carrera profesional

Cuando terminé mis exámenes le marqué a mi exprofesor de economía, que era un ingeniero próspero, y le pedí trabajo. Una hora después me devolvió la llamada y dijo: “ya tienes trabajo, te están esperando en Pesca Industrial Corporativa”. Era una paraestatal con el 49 % de capital francés y el resto de capital mexicano. Me mandaron a Chiapas a supervisar la obra electromecánica y la instalación de los equipos de una planta procesadora de pescado. Allí estuve ocho meses rodeada de ingenieros chiapanecos. Esta etapa fue muy difícil, porque era la única mujer; me hacían bromas y todos los trabajadores chiflaban cada vez que llegaba a la planta, el calor era insoportable (40 grados centígrados) y había 90 % de humedad. Entre mis anécdotas recuerdo que en un viaje a las oficinas de la ciudad de México me estaban esperando los grandes jefes, porque el superintendente de obra me había acusado de que había instalado los enfriadores de las cámaras de refrigeración al revés y estaban generando aire caliente. Creí que me iban a meter a la cárcel; tenía 23 años. Ahí empecé a tomar conciencia de lo que significa la responsabilidad en el trabajo. Después de 8 meses me enviaron a Manzanillo, y creo que sí instalé bien los equipos. Ambas plantas siguen funcionando, pero después de un año renuncié. Quería continuar estudiando y sobre todo lo que más deseaba era salir del país, tener otras experiencias y vivir sola. Visité varias universidades en EUA, y en aquellas donde hice solicitud me aceptaron, por aquello de ser minoría, mujer, mexicana, morena e ingeniera. Pero yo quería ir a Europa y busqué en Inglaterra, donde encontré una maestría en el campo de los materiales compuestos, que en los 80 era un área muy novedosa. El tema me gustó porque era poco conocido, y me admitieron inmediatamente, además me otorgaron la beca del Consejo Británico, porque en 1988 México no daba becas. Al año, el CONACyT me extendió la beca para realizar el doctorado, lo que era poco común, así es que continúe mis estudios. Mi tesis doctoral fue sobre Análisis dinámico de materiales compuestos sometidos a pruebas de bajo impacto. Estuve cuatro años en Londres gozando los mejores años de mi juventud en una ciudad maravillosa que marcó mi vida personal y profesional.

Durante esos años Baltasar y yo fuimos amantes cibernéticos, casi aseguraría que somos de las pocas parejas en el mundo que tuvimos un romance vía electrónica. En el verano de 1988, en mi camino a Londres, hice una parada en Princeton para visitar a mi compañero de tesis Javier Cruz. Recuerdo que en un café me dibujó un diagrama de cómo funcionaba el Ethernet y cómo estaban ligadas algunas universidades del mundo, entre ellas, por cierto, la UNAM, y no muchísimas más, pero la de Londres sí. Lo primero que hice cuando llegué a Londres fue ir al departamento de cómputo. Le enseñé el diagrama de Javier al chino responsable que me decía reiteradamente: “no possible”. Una semana más tarde me llamaron de la oficina del decano y fui corriendo muy preocupada; el chino me estaba buscando. Cuando le contesté el teléfono, eufóricamente me dijo que sí era posible y me dio mi clave y mi contraseña, también me dio las suyas. Mi red de contactos estaba formada por  Baltasar, Javier, el chino y yo. Desde ese septiembre me volví adicta al correo electrónico. Tres años más tarde, según yo había terminado mi investigación y estaba lista para escribir la tesis, y para mi suerte se abrió un programa de repatriación de CONACyT, que encajaba perfectamente con mi condición para regresar a México, escribir la tesis, tener trabajo como investigadora y casarme. Fui la primera repatriada del programa; me recibió Mercedes Velasco, del CONACyT, con los brazos abiertos. Al cabo de un año sucedió casi todo lo planeado: ingresé al Instituto de Ingeniería en el área de aeronaútica y me casé, pero no escribí ni un renglón de la tesis. El día de mi cumpleaños 29 me acosté en la cama pensando que no quería ser una treintañera sin doctorado. Me fui al Instituto, hablé con José Luis Fernández Zayas, entonces director y quien en realidad fue quien me repatrió, le entregué una carta en la que le solicitaba permiso por unos meses para irme a Londres a terminar la tesis, le dije a Baltasar que regresaba en unos días y partí a Londres ese fin de semana. Cuando llegué a mi laboratorio me di cuenta de que tenía que repetir muchos de los experimentos que había hecho y pasó lo que tenía que pasar, me tomó casi un año para finalmente recibir el grado el 30 de abril. Todavía tenía 29 años.

Me reincorporé al IIUNAM, pero ahora al grupo de mecánica. Ahí conocí mucha gente valiosa, hice buenos amigos muy inteligentes y sobre todo muy comprometidos. Cambié mi giro de satélites a vehículos eléctricos. El grupo para el desarrollo del minibús eléctrico lo encabezaban los hermanos Chicurel, Manuel Aguirre y Germán Carmona, que era un jovencito. Les presenté el diseño de un chasís ultraligero de materiales compuestos. No fue fácil convencerlos, pero finalmente aceptaron; nos divertimos mucho con ese proyecto. Con todos ellos finqué una relación de mucho respeto y cariño, a veces disfrutaban de mi osadia y otras se enojaban conmigo, pero en términos generales siempre fue un placer trabajar con ellos. Ese chasís que diseñé lo mandé fabricar en EUA, con Ciba, que había sido mi “sponsor industrial” para mis experimentos en Londres. Cuando llegaron los páneles tipo “sándwich” fue muy emocionante ver que la caja traía todo tipo de leyendas de los trabajadores mexicanos que lo habían elaborado deseándome mucho éxito. No fue un proyecto fácil, ni ese ni ningún otro que he hecho a lo largo de mi carrera. Es más, podría asegurar que ninguno ha sido fácil, y no hablo únicamente desde el punto de vista tecnológico. En nuestro país o aprendes a navegar contra viento y marea o no sale nada. Tal vez por eso me gusta la vela.

Además de mi trabajo, en el II también daba clase en la Facultad. Me sentía muy joven; mis estudiantes tenían 21 o 22  años y tenía muy buena comunicación con ellos

Susanita, mi primera hija, nació en el 95.

Un día conocí a Claudia Sheinbaum, era mi compañera de edificio; las dos acabábamos de regresar y éramos las jóvenes recién doctoradas, siempre me cautivó su inteligencia. Al cabo del tiempo nos hicimos amigas. Ella fue la que me invitó a colaborar en el D. F.; yo le dije que no me imaginaba como funcionaria pública. Recuerdo que pocos días después estaba en mi casa viendo la televisión y Andrés Manuel López Obrador estaba presentando su gabinete: el 60 % eran mujeres. Pensé: “resulta que este hombre va a gobernar la ciudad con mujeres y yo por comodidad he dicho que no”. Ese día por la tarde le pregunté a Claudia si la oferta que me había hecho seguía en pie, y me dijo que no, pero Jenny Saltiel, la secretaria de Transporte y Vialidad requería de apoyo. Jenny me dio una cita y automáticamente hicimos química; ella es una mujer muy pragmática e inteligente, así que me invitó a la Dirección General de Planeación de Transporte. Siempre agradeceré que hubiera confiado en mí. Sabía que iba a ser difícil, que implicaba mucha responsabilidad y que tenía que rodearme de expertos para poder lograr los objetivos. Allí conocí a otra mujer, Silvia Blancas, una de las máximas expertas en planeación de transporte de la ciudad de México. Ella fue mi maestra en el tema. Durante los primeros meses tenía reuniones con ella, era tanta la información que me daba, que yo usaba una grabadora; recuerdo muchísimas noches hablando con ella, tratando de asimilar todo lo que me decía, y en mis trayectos devorando libros relacionados con la planeación del transporte.

Duré 8 meses en la Secretaría de Transporte y Vialidad; en ese inter había problemas en el tren ligero que forma parte de Transportes Eléctricos, la empresa que tiene a su cargo el sistema de trolebuses y al segundo sindicato más viejo del país. Por un lado tenía un contrato colectivo muy obeso, y por supuesto malos usos y costumbre que perjudicaban el servicio que se otorgaba. Una serie de accidentes serios en el tren ligero propiciaron el cierre temporal del servicio, para hacer una evaluación que por atribución le correspondió a mi Dirección General. Me quedaba claro que era un sistema muy importante para nuestro país, y estaba en riesgo su viabilidad tecnológica. De dicha evaluación resultó que el sistema requería muchos cambios enfocados a la operación.

Cuando llegué, el presupuesto de transportes eléctricos era de1200 millones de pesos; el costo por pasajero transportado era altísimo. Cuando me fui lo dejé en 800 millones de pesos y con muchos más proyectos. Era muy padre el reto, porque había todo por hacer. Rediseñé toda la entrada logística de los trolebuses a los talleres para que pudieran recibir mantenimiento respetando los tiempos. Establecí con mi equipo procesos para reducir los accidentes del tren, que eran 20 al año, y los redujimos a cero; no fue fácil, sobre todo con el sindicato.

En esas épocas comienzo a formar parte del gabinete ampliado del jefe de Gobierno y a participar en los consejos de administración de las empresas hermanas de transporte, RTP, y el metro, y por lo tanto a acordar con el jefe de Gobierno directamente. Al principio me miraba con suspicacia; establecimos una relación profesional poco común, nos reunía cada quince días y a veces más. Un hombre absolutamente ejecutivo con una claridad y contundencia en su forma de gobernar. Daba seguimiento a sus proyectos puntualmente, nadie se atrevía a llegar a la reunión quincenal sin haber hecho su parte; inspiraba un gran respeto. Tenía una gran cualidad que hoy en día aprecio cada vez más y que sucede cada vez menos en nuestro país: tenía un equipo de trabajo alineado al mismo objetivo. Baltasar decía que era porque estaba rodeado de mujeres, quién sabe.

Dos años después cambian al director del metro y el jefe de Gobierno me consideró para ocupar la Dirección General. Mi carrera dentro del Gobierno fue muy formativa y el metro fue como culminar otro doctorado: pasé de tener 3 mil  a 15 mil empleados, de manejar un presupuesto de 800 millones a 14 mil millones, de 10 proyectos prioritarios a 60 proyectos prioritarios cada año. El cambio fue exponencial, la presión muy fuerte, el trabajo muy duro, pero lo que me dejó fue un gran conocimiento del manejo de masas en transporte público.

En realidad, en seis años hice una especialidad completamente distinta a la que tenía y con un grado de profundidad mayor a la que me hubiera dejado un PhD. Fue un trabajo que disfruté enormemente y me apoyé muchísimo en la UNAM para la evaluación de proyectos, además esta fungía como auditoría técnica para marcar los avances y validar los resultados.

Actualmente estoy gozando de mi primer año sabático después de 20 años de trabajar en el Instituto de Ingeniería. Me encuentro en un nuevo clúster tecnológico: Plaza Carso. En el elevador me encuentro todos los días igual con trabajadores con pinzas a la cintura, que con los chinos de Huawei, los suecos de Ericcson, los francés de Alcatel o la mexicana de Urban Travel, que soy yo.

Estoy segura de que la vinculación tecnológica es posible en nuestro país a pesar de la política equivocada que subsiste desde el siglo pasado; así que durante este año tengo otro trabajo difícil, que es vincular al desarrollo de la ingeniería con el Instituto, las empresas y con las necesidades del país, a ver cómo me va.

La época más difícil de mi carrera fue cuando fui funcionaria pública, porque mis hijas eran muy pequeñas, Ale apenas tenía dos años; Baltasar se ocupó mucho de ellas. Ahora que las veo tan sanas, tan independientes y seguras de sí mismsa me siento feliz. Vengo de una familia de 11 hermanos, somos lo que se llama “familia muégano”. Mi padre tiene ahora 81 años, es el hombre más inteligente que conozco; mi madre siempre tiene tiempo y amor para todos. Hoy por hoy lo que más disfruto es una taza de café el domingo en la mañana en el jardín de mi casa.

 

Contacto con Florencia Serranía Soto dentro de la página del Instituto de Ingeniería: www.ii.unam.mx.