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Enrique Chicurel Uziel 
 
Enrique Chicurel  

"Los investigadores somos muy afortunados de haber  podido desarrollarnos en  lo que nos gusta hacer"

Los caminos de la vida lo llevan a uno a lugares inesperados, y eso es lo que ocurrió con la familia Chicurel Uziel.
Enrique Chicurel obtuvo la licenciatura en la Universidad de Cornell, la maestría en la Universidad de Washington y el doctorado en la Universidad de Wisconsin.


La licenciatura nos la pagó mi padre a pesar de que tenía presiones económicas, y es que en el fondo él siempre quiso estudiar ingeniería —recuerda el doctor Enrique Chicurel. Mi padre, de joven, trabajó cerca de la Universidad de Columbia en Nueva York, donde veía con mucha envidia a los estudiantes y pensaba: “aquí voy a mandar a mis hijos”. No fuimos exactamente a esa universidad, pero sí nos pagó los estudios de licenciatura en la escuela que escogimos: Cornell.


La historia de mis padres es muy romántica. Resulta que mi papá quería estudiar ingeniería, por lo que pidió a mi abuelo, quien era el hombre más rico de su pueblo, Kasabá (ahora Turgutlu), Turquía, que lo mandara a París a estudiar, pero su padre dijo: “no, a tu edad los muchachos que se van se echan a perder, y además no quiero que estudies ingeniería, yo soy comerciante y tú vas a ser comerciante como yo”.


Mi papá se hizo novio de una muchacha que no le gustaba a mi abuelo. Como este era muy severo, le compró un boleto solo de ida, de Turquía a Nueva York, para alejarlo permanentemente de esa muchacha. El abuelo nunca volvió a ver a mi papá. Mi padre vivió en Estados Unidos nueve años, sin pedirle ni un centavo a mi abuelo. Ahí trabajó de policía de circo, de mesero, vendió hamburguesas en las ferias y postales bajo la nieve; el hambre lo obligó a venderlas en algunas calles donde estaba prohibido este tipo de comercio, por lo que tenía que llevarse el puesto a otro lado cuando pasaba algún policía. Cuando Estados Unidos entró a la Guerra Mundial, él se encontraba trabajando de obrero en una fábrica y se enteró de que en el periódico aparecía su nombre entre los llamados a filas, pero no era ciudadano norteamericano y no quería ir a la guerra, así que decidió venir a México en 1917, en plena Revolución.


Por otro lado, mi mamá, también de Kasabá, perdió a su madre cuando tenía dos años y fue criada por su abuela. La abuela tenía un hijo, tío de mi madre, que vivía en Nueva York. Este tío mandó su foto y le pidió a su madre que le buscara una novia de su pueblo. Ella estaba piense y piense, y le pidió a su nieta, mi madre:  “a ver Julia, ayúdame a buscarle una novia a tu tío”. No se les ocurría quién pudiera ser la candidata hasta que la abuela dijo:


“oye, pues tú”. Mi mamá contestó: “pero cómo, si tengo nada más 15 años”. Y la abuela le dijo: “no importa”, y le enseñó la foto y le preguntó: “¿te gusta?; a lo que mi mamá contestó: “pues sí...”.


Este tío mandó el boleto para que mi mamá fuera a Nueva York a casarse con él. Antes de salir de Turquía, mi mamá recibió la visita de la novia aquella que había dejado mi papá hacía ya muchos años, quien le dijo: “oye, Julia, tengo entendido que te vas a América y yo tengo una carta para Roberto Chicurel; por favor entrégasela”.


Mi madre llegó a Nueva York de noche, vio los rascacielos, se enamoró del lugar y pensó: “de aquí no me sacan nunca”. Sin embargo, cuando vio al tío, decidió: “no, no me caso con él”. También la fueron a recibir su media hermana y el esposo de esta. El cuñado, al ver el problema, le explicó que no podría vivir en Estados Unidos si no se casaba, y se propuso interceder con el tío para que aceptara casarse, pero sin llegar a consumar el matrimonio.


El cuñado convenció al tío, explicándole que la muchacha no lo quería, pero que era su sobrina y que debía ayudarla para que no la regresaran a Turquía. Después de mucho alegar lo convenció. Cuando el juez pidió que se besaran y ella, amenazada por los argumentos de su cuñado, por fin lo besó, el novio comprendió que no podía haber nada entre ellos. Mi madre, Julia, se fue a casa de su media hermana y se puso a trabajar.


Luego sucedió que estando mi mamá de visita en casa de una señora también de Turquía, vio una foto y preguntó: “quién es este hermoso mancebo”, y la señora respondió:  “es Roberto Chicurel, mi cuñado”. Así que cuando oyó y reconoció el nombre explicó que tenía una carta para él y expresó su deseo de entregársela. “Él vive en México, pero el mes entrante viene”, le dijeron. Cuando mi papá llegó y se encontraron, ella le dio la carta, y él no la abrió.


Se comentaba que mi mamá no había querido al tío, porque era diez años mayor que ella, pero resulta que mi papá era veinte años mayor. Sin embargo, se enamoraron a primera vista, se casaron y fueron muy felices.


Las familias de mis padres eran vecinas, vivían en casas contiguas y la abuela de mi madre era muy amiga de mi abuela paterna. Fue muy curioso que, en tales circunstancias, no se conocieran en Turquía, pues mi papá salió del país cuando mi mamá aún no nacía.
Pero la vida está llena de casualidades, mi hermano y yo nacimos aquí, pero estudiamos en Estados Unidos, y fue allá donde conocí al doctor Juan Casillas. Fuimos compañeros en un curso en la Universidad de Illinois. Cuando me doctoré le escribí para ver si había la oportunidad de trabajar en la UNAM. Me contestó que sí, que me entrevistara con el doctor Roger Díaz de Cossío, quien era director del Instituto y a quien me había presentado en Illinois. Cuando regresé a México fui a ver a Roger y le dije que quería explorar la posibilidad de trabajar en el Instituto, a lo que me contestó:  “bien, preséntate a trabajar mañana”; y así fue.


Llegué al IIUNAM cuando los problemas del 68. Empecé a trabajar en la máquina probadora de pavimentos con el ingeniero Corro, a quien le hacía yo propuestas muy radicales, pero él, ahora lo comprendo, tuvo el buen sentido de ignorarlas, pues, además de ser un investigador sobresaliente en ingeniería civil, también tiene muy buen juicio en relación con la mecánica.


Yo tenía la idea del esferomóvil y ya había yo hecho este modelito de cuerda, que ahora le muestro a usted, y que no me había atrevido a mostrar a Díaz de Cossío. Pero, en vista de que no pude meter mis ideas en la máquina probadora de pavimentos, me armé de valor y le enseñé el modelito a Roger hace ya 40 años. En la demostración quedó claro que la rueda esférica de eje inclinable es una transmisión continuamente variable, tanto en marcha hacia adelante como en reversa, y que sustituye a la caja de velocidades. Me sorprendió la reacción inmediata y entusiasta de Roger, pero me dijo que no había fondos y que para conseguirlos teníamos que ir a ver al rector.


Fuimos a ver al ingeniero Barros Sierra, quien había sido mi maestro de matemáticas en la licenciatura que comencé en la UNAM, y quien se impacientaba conmigo, dándome cortones muy feos cuando le hacía yo preguntas tontas en clase. Estaba preocupado, pensé: “no le caigo muy bien y luego ¡qué va a pensar de este juguete!”. Pues nada, el señor me recibió muy amable, le encantó el proyecto y en el acto decidió apoyarlo a pesar de todas sus preocupaciones con la crisis del 68.


El esferomóvil fue el primer proyecto de ingeniería mecánica propiamente, porque aunque existía una sección de ingeniería mecánica, a cargo del ingeniero Alberto Camacho Sánchez (único ingeniero de la sección), era un taller mecánico de servicio para la investigación experimental en ingeniería civil.


La sección empezó a crecer, pues al año siguiente llegó Manuel Aguirre, y dos años después, mi hermano Ricardo, ambos contratados por Roger en forma tan expedita como me contrató a mí, pues siempre valoró a los recursos humanos, por sobre todas las cosas.
Yo fui el precursor del posgrado en Ingeniería Mecánica; se lo platiqué al ingeniero Camacho, él se entusiasmó y entre los dos diseñamos el primer plan de estudios para la maestría, que se aprobó. Es notable, porque Alberto no tenía maestría; sin embargo, trabajó muy duro. A veces a mí me daba flojera y él me decía: “mira, vamos a entrevistar a esta persona que me parece bueno como maestro para tal materia”, y me hacía reaccionar.


Hemos tenido éxito con los muchachos que han estudiado el posgrado aquí, en la UNAM. Por ejemplo, el doctor Arturo Lara, rector de la Universidad de Guanajuato, es notable, entre otras cosas, por sus desarrollos tecnológicos en mecanización agrícola; el doctor Salvador Echeverría, del Centro Nacional de Metrología, es conocido como “el hombre de las ideas”, y ha formado un grupo de consultoría que ha llevado a cabo proyectos muy exitosos para empresas como Volkswagen, GM, Ford, Pemex, CFE, entre otras; el doctor Jorge Ángeles, de la Universidad de McGill, fue presidente de la IFTOMM, Federación Internacional para la Teoría de Máquinas y Mecanismos, y es reconocido
internacionalmente por sus trabajos en robótica.
Soy miembro fundador de la Academia Nacional de Ingeniería, y propuse la formación de la Sociedad Mexicana de Ingeniería Mecánica.
Me asombra siempre la cantidad de gente que tiene el Instituto, tan capaz y reconocida internacionalmente. Las reuniones anuales sirven para fortalecernos, para que conozcamos el trabajo de los demás. Ojalá que no se suspendan.


En el II falta más vinculación con la industria. En el área de mecánica, mi hermano Ricardo tiene relación con dos pequeñas empresas: DYFIMSA y Electroindustrias Delta, y Germán Carmona ha logrado establecer una relación muy prometedora con la empresa VEHIZERO.


Por cierto, Germán es muy ingenioso, pero ya debe terminar la tesis de maestría, pues ya ha hecho trabajo suficiente para sacar un doctorado. También quiero reconocer el trabajo y las notables habilidades de mi colaborador de muchos años, Filiberto Gutiérrez, especialmente en cuanto a la mecánica de precisión y la electrónica.


En la universidad generalmente se piensa que los académicos que se han destacado en cierto campo son capaces de juzgar a otros especialistas en cualquier área del conocimiento. Yo no estoy de acuerdo, pues considero que un académico, por muchos que sean sus méritos, solo puede valorar los logros de otro académico en relación con actividades semejantes a las que él mismo realiza. Así, un ingeniero no debe evaluar la labor de un médico, un ingeniero mecánico no debe evaluar a un ingeniero civil, el experimentalista o hacedor de prototipos no debe evaluar a un teórico, o viceversa en cada caso.


Es importante conocer nuestra verdadera vocación, y a veces es difícil dar con ella, por eso cuando alguien la descubre a pesar de los obstáculos siempre hace un esfuerzo por trabajar en ella. Lo vi con mi papá, él nunca estudió ingeniería y, sin embargo, aprendió por su cuenta a diseñar la distribución de espacios en un inmueble. Así construyó tres edificios, y sin cobrar; a veces se pasaba una noche entera diseñando la distribución de una casa para algún amigo. Esa era su verdadera vocación.


  A veces se comparten dos vocaciones. En mi caso pinté muchos años, tomé cursos de dibujo y pintura, y los disfruté enormemente. Ahora no lo hago más. He dejado de pensar en la pintura, pero no he podido dejar de pensar en la ingeniería mecánica y las matemáticas aplicadas.