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Cristina Verde Rodarte 
 
Cristina Verde Rodarte 

Los ingenieros están formados para resolver problemas, y su filosofía de trabajo es generar bienestar apoyándose en leyes físicas y métodos científicos. Por ello, nuestro país requiere ingenieros observadores que identifiquen problemas trascendentes de nuestra sociedad y encuentren soluciones óptimas, con alto valor agregado.

La tecnología relacionada con la supervisión y el control automático de sistemas físicos está, en cierta forma, escondida. Se desarrolló en los últimos setenta años, y es horizontal en tanto que es aplicable a diversos campos del conocimiento. Los principales detonadores del desarrollo de la disciplina fueron la necesidad de dispositivos electrónicos confiables poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, y los proyectos espaciales de la segunda mitad del siglo XX. En sus inicios, la regulación y el seguimiento de señales eléctricas dominaron las investigaciones de la ingeniería de control automático.

Gobernar diversas clases de procesos en distintas condiciones de operación, y con la presencia de disturbios y eventos no previstos, es una necesidad actual; robots, sistemas mecatrónicos, estaciones espaciales y procesos complejos son aplicaciones cotidianas dentro de la comunidad de control automático. En estas aplicaciones los instrumentos captan continuamente el estado del sistema y lo transforman en señales eléctricas haciendo factible que la supervisión y el monitoreo automáticos se realicen en dispositivos digitales de bajo costo.

Los especialistas en control diseñan mecanismos llamados algoritmos, que establecen automáticamente las mejores acciones correctivas para los desvíos y las fallas de un proceso. Es decir, por medio de los algoritmos se determinan las decisiones para que un sistema opere de manera automática de acuerdo con sus especificaciones, a pesar de la presencia de disturbios y desviaciones de los parámetros nominales. Con ese fin se registra continuamente el estado de las variables del proceso y se generan acciones correctivas, las cuales son enviadas al proceso, también de manera continua.

Sin lugar a dudas la iniciativa privada está interesada en la automatización, pues es la solución para hacer sus procesos más eficientes, robustos y competitivos, además de mejorar la seguridad de sus instalaciones. Actualmente si un producto no cumple normas de calidad y producción, no es competitivo. Empresas paraestatales y prestadores de servicios, como la CFE, PEMEX y la CNA en nuestro país, pueden mejorar los servicios, reducir costos de producción y supervisar las condiciones de operación de sus instalaciones con ayuda de la automatización; aunque con esta tecnología también se detectan condiciones irregulares que quizás algunas autoridades estén interesadas en no identificar claramente.

La problemática del control automático me interesó desde los primeros semestres de la carrera. Al terminar la licenciatura la potencialidad y la generalidad de este campo me fascinaron, así que tanto la maestría como el doctorado los realicé en temas relacionados con él. El bachillerato lo cursé en la Vocacional 2 del IPN, porque las ciencias físico-matemáticas eran las que más me interesaban al terminar la secundaria y deseaba concentrar mis estudios en ellas. Además este ciclo en el IPN no se había reformado y se cursaba en solo dos años, cuando el bachillerato reformado en la UNAM requería tres años con materias que no me interesaban en aquel momento.

Estudié Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica en la ESIME del IPN y al terminar la licenciatura inmediatamente fui admitida en el programa de maestría del Departamento de Ingeniería Eléctrica del CINVESTAV, también del IPN. Ahí mismo trabaje dos años y medio como técnico académico. Debo confesar que al terminar la maestría no sentía la necesidad de hacer un doctorado; fue la convivencia con colegas que regresaban al país con estudios de doctorado en el extranjero lo que me motivó a buscar opciones para realizar un doctorado fuera de México.

Trabajando en el CINVESTAV la visita del profesor Paul Frank, carismático y experto en el análisis de la sensibilidad de sistemas dinámicos, despertó mi interés por el tema, especialmente cuando me invitó a colaborar en Duisburg, Alemania, con una beca del Gobierno alemán. Al comentarle que no hablaba alemán, él me contestó: “eso no importa, nosotros podemos hablar en inglés, las publicaciones están en inglés y el alemán lo vas a ir aprendiendo poco a poco”. Me convenció, pero al otorgarme la beca, la Universidad de Duisburg me informó que requería la constancia de dominio del idioma y que por ley se otorgan solo dos oportunidades para aprobarlo.

A pesar de seis meses de cursos intensivos en el Instituto Goethe, la encargada de la oficina de extranjeros consideró que con un solo curso avanzado, debía dedicarle más tiempo al idioma antes de presentar el examen. Hablé con mi tutor y le comenté que no deseaba doctorarme en germanística, sino en control automático. Me sugirió que ya no asistiera a las clases, porque allí hablaba alemán con puros extranjeros, lo que generaba que sumara mis errores con los de los demás. “Involúcrate con mi grupo —me dijo— de esta manera vas a platicar con nosotros y así vas a aprender el idioma con alemanes no con extranjeros. Lo que sí te pido es que te enteres de qué temas se cubren en clase y prepares las tareas”. Así, conviviendo con alemanes pude aprobar el examen; también tuve que revalidar materias, porque el sistema germano no reconocía los estudios de ingeniería de México; la parte técnica no me preocupaba, ya que mis conocimientos de ingeniería electrónica eran sólidos.

Mi carácter y la “concha” que construí para ignorar y superar el ambiente ingenieril machista de los años setenta en el IPN ayudaron probablemente a mi integración en la sociedad alemana, porque vivir en ese país para un extranjero puede ser difícil, dado que este tiende a aislarse de la sociedad por no tener información del entorno ni el idioma. En el caso de un instituto de ingenieros como  en el que trabajaba, y siendo la única mujer, me tomó tiempo romper el hielo. Los colegas mostraban poco interés por darnos información a los extranjeros, a pesar de las reuniones organizadas para convivencia. Otro factor importante en la etapa de adaptación fue acostumbrarse a la dureza de las conversaciones. En ocasiones se sentía como si dijeran: “pero eres tonta, cómo no se te ocurrió una solución,” o “no sabes esto o aquello”. Como anécdota, que no conociera que se celebraba un día de descanso produjo en uno de mis colegas la frase “pero cómo no sabías que ayer era día feriado”; o sea, que yo debía conocer todo acerca del entorno alemán.

Desde el punto de vista técnico cada pequeño detalle en un equipo o utensilio tiene un por qué y está normalizado, hecho que extraña al ingeniero mexicano y que los alemanes suponen que tú conoces. Así, la ignorancia de las normas complica la vida cotidiana en un principio y se paga caro. Lo peor del asunto es que te enteras de la existencia de estas en el momento en que las violas.

Allí, el orden y la normalización se asimilan desde muy temprana edad. Por ejemplo, en aquella época poníamos un candado en el teléfono para evitar llamadas de larga distancia, y a mi juicio este se podía fijar en cualquier número. En una ocasión mi compañero de cubículo me interpeló: “¿por qué no pones el candado del teléfono correctamente?, el candado lo tienes que poner en el orificio del nueve para poder marcar los números de emergencia que llevan los primeros y son iguales en cualquier ciudad”. Yo no me había percatado del detalle; digamos, el 111 es de la policía, 222 de los bomberos y así los demás. Pequeño pero importante detalle que no es trivial deducir.

Estando en Alemania mucha gente me preguntaba cosas de México, sobre las instituciones y sobre qué investigaciones se estaban realizando, y yo solo podía hablar del IPN. Así empecé a interesarme sobre lo que se hacía en otras instituciones y, en particular, en la UNAM.

Después de cinco años en Alemania no me atraía regresar a colaborar con mis colegas del IPN, aunque me estaban esperando. Por ello, decidí tocar otras puertas y le escribí a Martín España en 1983, quien trabajaba con Roberto Canales, preguntándole sobre la posibilidad de entrar al Instituto. Tras la respuesta afirmativa y el envío de mi currículo, me aceptaron. En esa época el director era Luis Esteva, y Luis Palacios, el subdirector. Empecé a colaborar con Ramón Domínguez en el problema de definir políticas de operación automáticas de sistemas hidroeléctricos. El ambiente del II era muy agradable y mi integración con el resto de los académicos fue rápida gracias al Colegio del Personal Académico. En enero cumplo 25 años de antigüedad aquí.

A lo largo de estos años, en que he impartido un sinnúmero de clases de licenciatura y posgrado, me he dado cuenta de la necesidad de que nuestros alumnos tengan más y mejores bases en física, matemáticas y química. La carencia de conocimientos en estas ciencias provoca que un ingeniero quede, por decirlo de alguna manera, “obsoleto” en un lapso no muy largo después de haber egresado de la Facultad. A mi juicio se debe regresar a la formación sólida en ciencias y entrenar a los jóvenes para que desarrollen sus propios esquemas de autoaprendizaje. Un ingeniero ejerce su profesión más de 30 años, y predecir necesidades dada la velocidad de los cambios tecnológicos es difícil hoy en día. Dominar un campo de conocimiento le permite al recién egresado colocarse en el mercado laboral y adquirir experiencia, pero debe estar alerta y dar seguimiento a las avances científicos para emigrar a sectores de mayor demanda, en caso necesario. Por dar un ejemplo, la telefonía móvil será obsoleta pronto y nuevos sistemas de comunicación la remplazarán.

Esto no implica que sea conservadora y que esté en contra de la modernización, por el contrario, quisiera que las nuevas generaciones de ingenieros contaran con mejores conocimientos científicos y coraje para transformar nuestra sociedad generando el bienestar que esta demanda.

El Instituto de Ingeniería debe llevar la batuta, ser ambicioso y fortalecer áreas nuevas e importantes de la ingeniería del siglo XXI, como las comunicaciones ópticas, los sistemas eléctricos de potencia y los minidispositivos mecatrónicos, por mencionar algunas de ellas.

Mi familia la forman mis padres y dos hermanas. Una es economista y la otra trabajadora social. Mi papá es fotógrafo de pintura y escultura, trabajaba en Bellas Artes, y en este oficio mezcló la técnica y el arte. Mi madre fue secretaria de Luis Cabrera y trabajó en el Banco Serfin durante 25 años. No estudié ingeniería por tradición familiar, pero tuve un tío que era técnico en electrónica, con quien me gustaba platicar y que me ayudó a construir varios dispositivos electrónicos durante la carrera. Era una persona muy clara en sus explicaciones, lo que ayudó mucho a que le tuviera confianza en mis mocedades.

Mi mayor satisfacción es contar con el respeto de mis colegas dentro de la comunidad internacional de Supervisión y Control Automático. Estoy orgullosa de haber obtenido la distinción Sor Juana Inés de la Cruz en 2005 por mi labor académica dentro de la UNAM.

Entre mis aficiones diré que colecciono objetos con forma de ratón. Tengo como 700 en las presentaciones más diversas: sábanas, toallas, protectores de calor, pantuflas, pijamas, playeras, aretes, pulseras, adornitos, tazas, floreros, etc. Inicié la colección en 1975, cuando Roberto, mi pareja, me traía de cada viaje un ratoncito argumentando que, como era muy rápida, le recordaba a Speedy González. Soy bebedora de cerveza, vicio adquirido en las tertulias alemanas, y no tengo predilección por algún tipo especial de comida, pero cuando estaba en Alemania ¡cómo se me antojaba el pozole!